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Por una norma laboral que promueva el compromiso del empleado

Las empresas se enfrentan solas a la difícil tarea de enamorar al empleado para que se sienta comprometido con su trabajo y con los fines empresariales que se pretenden alcanzar, luchando contra una normativa que desincentiva el esfuerzo y la dedicación.

Según el último estudio de Gallup correspondiente al año 2023, en España sólo el 10% de los empleados se sienten comprometidos con su empresa. Este dato convierte a España en el cuarto país europeo con un menor compromiso laboral. Además, un 20% de los encuestados han manifestado sentirse enfadados a diario en su lugar de trabajo.

No son datos para sentirse orgullosos

Con toda probabilidad esta circunstancia es multicausal, pero no yerro seguramente si propongo empezar a hacer el análisis mirando hacia fuera de las propias relaciones laborales para encontrar, al menos en parte, su origen. No es descabellado pensar que nada ayudan los discursos frentistas que, con arengas y soflamas, lanzan unos pocos desde privilegiados atriles para contraponer y enfrentar dos posiciones -el trabajador y el empresario- que deberían ir de la mano para alcanzar un bien común.

No quiero abundar en datos que en cuestión de segundos habrán sido olvidados, pero esa misma consultora realizó hace unos años un estudio sobre la relación entre el compromiso laboral y la productividad donde se obtuvieron unos resultados que no sorprenden a nadie: las empresas con plantillas de trabajadores muy comprometidos tienen un 21% más de rentabilidad y un 17% más de productividad que las que tienen un bajo nivel de compromiso.

Es evidente que en términos macroeconómicos a un país le debería interesar que sus empresas, que son el motor económico, incrementen su productividad y rentabilidad, por lo que considerando lo anterior cualquier política que promueva el compromiso de los empleados para con sus empresas sería algo positivo. Sin embargo, no disponemos de normas enfocadas específicamente a una cuestión de esta índole pues, anclados aún en el pensamiento propio de la revolución obrera del siglo XIX, la normativa laboral se centra casi en exclusiva en regular los derechos de una parte para convertirlos en obligaciones para la otra. En pleno siglo XXI, lejos de querer entender el trabajo como un elemento esencial para que una persona pueda sentirse realizada y llegue a sentirse útil para con la sociedad, se sigue proyectando como una inevitable e indeseada obligación que lo único que aporta es tener la consideración de un tiempo perdido que no puede dedicarse a otros menesteres más atractivos.

Ricardo Fortún

Con ese planteamiento grabado en la conciencia colectiva el hecho de acudir cada día al lugar de trabajo pasa a ser inexorablemente un suplicio, y es por esta razón que todas las políticas -que no podemos negar que también pretenden captar el voto- van siempre encaminadas a suavizar esa «tortura» diaria regando de pequeños derechos laborales -vendidos por sus precursores como conquistas históricas- que no impiden seguir levantándose de la cama de mal humor y con pocas ganas de trabajar. Esa eterna lucha de clases sólo pone el foco de atención en el enfrentamiento de dos posturas antagónicas, aunque ello vaya en detrimento de una mejora de la competitividad. Por el contrario, una política social y laboral idónea debería no solamente buscar el equilibrio entre las dos partes de una relación laboral, sino que además debería fomentar el entendimiento, la concordia y la colaboración para alcanzar un bien común: que el empleado se encuentre orgulloso y satisfecho con su trabajo, sintiéndose bien atendido y remunerado por su empleador; y que el empresario pueda desarrollar un negocio que dé beneficios y que genere riqueza a la sociedad en su conjunto, y a sus empleados y propietarios en particular.

Ciertamente alcanzar un escenario así es actualmente una auténtica quimera, pero para empezar a recorrer ese camino no estaría de más poner la atención en fomentar el compromiso de los trabajadores, algo que en estos momentos queda exclusivamente en la capacidad que cada compañía pueda llegar a tener por sí misma.

Incurriríamos en un error si pensáramos que esto únicamente se consigue legislando medidas beneficiosas para las empresas. El planteamiento normativo, por el contrario, debería considerar a las dos partes por igual y fomentar una simbiosis donde los esfuerzos de una y otra generen beneficios para sí mismos y para la contraparte.

Y, del mismo modo, se deberían establecer por ley distintas condiciones laborales en función de si existe o no una dedicación especial por recorrer ese camino común. La tendencia legislativa actual va en sentido contrario, con normas que pivotan sobre la necesidad de ofrecer un idéntico trato a todos los trabajadores sin distinguir condiciones de trabajo en función de lo que cada uno aporta, lo cual hace aparecer el lado más perverso de la igualdad y se acaba dando la espalda a la justicia y a la equidad, desincentivando el esfuerzo y el compromiso en favor de la mediocridad. Al fin y al cabo, qué interés va a tener uno en trabajar más y mejor si la norma le da el mismo trato que el compañero que hace lo justo para estar entretenido durante el día.

Así pues, en contra de lo que pudiera parecer, sí debería tratarse de una normativa que se centrase en el trabajador para incentivarlo y motivarlo de tal modo que, por sí mismo, pueda tener interés en comprometerse con su trabajo y mejorar los resultados propios y los de su empleador. Más derechos, más retribución, más reconocimiento, más carrera profesional… pero en función del esfuerzo, el compromiso y los resultados. Sólo si el empleado observa que la normativa no contempla un café para todos y que, lejos de existir una tabla rasa de derechos que no tiene en consideración el esfuerzo o la calidad del trabajo, puede obtener mayores y mejores derechos laborales priorizando la equidad sobre la igualdad, entonces las dos partes de la relación laboral saldrán beneficiadas.

ESCRITO POR:

Socio del Área Laboral de Selier Abogados

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