Todo arrancó con la idea de evitar las extinciones de los contratos –aunque la efectividad de tal propósito es algo que da para un debate interesante-, promoviendo la figura del ERTE, que pese a existir desde hace más de tres décadas, no siempre se ha tenido en consideración por parte de las compañías como medida útil en situaciones de crisis. A tal n, se impulsó el ERTE de fuerza mayor reduciendo los tiempos de tramitación, y concretando la existencia de una causa especifica por la COVID-19.
Y la más que previsible avalancha de solicitudes llegó, consiguiendo colapsar a las autoridades laborales autonómicas y estatal que irremediablemente se vieron desbordadas.
Es de notorio conocimiento que la Administración se vio sepultada por una inmensa cantidad de expedientes que no podía atender, y que estos finalmente eran aprobados por silencio administrativo. No tardó demasiado el legislador en percatarse que no todas las peticiones que se realizaban eran merecedoras de ser reconocidas como un ERTE por la COVID-19, y eso era un problema al que había que meter mano para poderlo atajar lo antes posible.
Debe tenerse en cuenta que la Administración era prisionera de la situación -con una caída sin precedentes de la actividad y una recuperación algo lenta- y de su propia norma -que por su ambigüedad y poca concreción permitía que el ERTE por fuerza mayor por la COVID-19 fuese un cajón desastre donde se podía incluir casi cualquier situación-. El volumen de trabajadores afectados por los ERTE y el número de expedientes eran tan elevados que se hacía im- prescindible prorrogarlos automáticamente, una vez sí y otra también, pues el establecer un control especial con cada prórroga llevaba inexorablemente a otro colapso inútil.
Por ello, la normativa exploró otra vía de control a través de la Inspección de Trabajo, estableciendo faltas laborales específicas para controlar los ERTE en fraude de ley y un incremento de las sanciones. De esta manera, se avisaba a todo aquel que quisiera escuchar que las actuaciones fraudulentas se iban a perseguir, en la creencia de que se atajarían aquellos ERTE que no tenían encaje legal o razón de ser.
El pasado mes de agosto, la Inspección de Trabajo informaba que había observado irregularidades en uno de cada seis expedientes re- visados, lo que había llevado a sancionar a casi 5.500 empresas por una cuantía total de 26 millones de euros, exigiendo la obligación de devolver 1 millón de euros de las exoneraciones de cuotas a la Seguridad Social de las que dichas empresas se habían estado beneficiando. No parece un mal balance, aunque habrá que ver qué opinan los juzgados cuando deban atender los recursos de aquellos que no estén conformes con la actuación sancionadora.
La última prórroga de los ERTE ha tenido lugar en un momento sustancialmente distinto, pues la actividad empresarial ha mejorado y el número de trabajadores afectados se ha visto notablemente reducido -en septiembre quedaban alrededor de 272.000 afectados, mientras que al inicio de la pandemia se alcanzó la cifra de 3,6 millones-. Esta situación permite adoptar nuevas medidas de control.
Establece la norma que si se desea mantener el ERTE –por fuerza mayor o por causas ETOP- más allá del 31 de octubre, es imprescindible comunicarlo a la autoridad laboral. No se trata de una nueva petición, y no se pretende que la Administración realice una nueva comprobación de la existencia de causas de fuerza mayor, sino de una mera comunicación donde se informe de los trabajadores afectados en los últimos tres meses. Parece claro, y hasta los negociadores de la norma así lo reconocen en conversaciones de pasillo, que es un medio para poder controlar debida- mente los expedientes que existen actualmente.
Hay que considerar también el hecho de que la mayoría de las empresas no han comunicado la finalización de su ERTE de fuerza mayor por la CO- VID-19 al existir la posibilidad de poder utilizarlo en cualquier momento si la situación así lo requiriese, y ello pese a no tener empleados afecta- dos desde hace tiempo. De esta manera, se están computando muchos ERTE que, pese a estar abiertos, no tienen trabajadores afectados. Al exigirse la comunicación de prórroga, se ataja también esta situación, y dado que esos ERTE finalizarán al no prorrogarse, el Ministerio de Trabajo podrá reducir en sus estadísticas el número de los ERTE activos.
Además de ello, esta última prórroga exige que se hagan comunicaciones expresas al Ministerio de Trabajo –no a cualquier otra autoridad laboral- donde se informe de los trabajadores que se ven afectados –y desafectados- desde el 1 de noviembre y durante toda la prórroga. Y el Ministerio utilizará esa información para transmitirla tanto al SEPE como a la Inspección de Trabajo, lo que evidencia que con esta nueva prórroga se pretende llevar un control mucho más riguroso sobre los ERTE que estén vi- vos a partir del 1 de noviembre, centralizando la gestión para ser más efectivos y operativos.
Cabría cuestionarse si, atendiendo al número de trabajadores afecta- dos, es realmente necesario man- tener más tiempo los ERTE. Lo que es seguro es que los ERTE prorrogados se verán sometidos a un sobre control que analizará tanto lo que está por venir como todo aquello que se realizó durante este último año y medio. Y parece claro que la Inspección de Trabajo, que tiene en su punto de mira los ERTE como así se observa en su Plan Estratégico 2021, va a poner mucho interés en seguir localizando fraudes que permitan recuperar parte de todo el coste que el Estado ha asumido con las cotizaciones de este último año y medio. Y con esta última prórroga se le va a facilitar importante información con la que poder continuar con sus pesquisas.